miércoles, 10 de agosto de 2016

DESHACIENDO LA MALHECHA

En casa la llamamos así. A la maleta. Pero sólo cuando llegamos al lugar de destino y empezamos a sacar cosas. Mientras la hacemos, nos creemos que somos lo más en cuanto a precisión y economizaje del espacio.







                                        
El pantalón ese que no se arruga y lo mismo te sirve para bajar por la mañana a la clase de pilates de la playa que para salir a cenar si lo combinas con un top en condiciones; las sandalias negras que van con todo, el pareo convertible en vestido de noche… y mientras doblo y guardo, me creo la más perspicaz del mundo por meter la ropa interior y las bisuterías varias dentro de los zapatos -en bolsas claro-. Tengo hasta una hoja de excell ya editada con los imprescindibles de fuera del armario que hay que trasladar. El cargador del móvil, el del portátil –los autónomos veraneamos con el trabajo a cuestas-, las medicinas, las trilogías para leer en la playa, el cortaúñas… meter y tachar, meter y tachar… que a mí lo de hacer maletas me supera, me crea inestabilidad mental y me puedo pasar tres días con ello. Hasta ahí todo perfecto. Nunca cierro la puerta con esa extraña sensación de que me dejo algo importante.


El problema empieza cuando llego al lugar de destino y empiezo a sacar las cosas.
Me pregunto entonces qué demonios hacen ahí dentro el mando a distancia de la tele, las pinzas de tender la ropa que con las prisas se han quedado aferradas a las bragas, el libro que me terminé de leer el día anterior, las llaves del trastero, dos trapos de la cocina…

Lo malo es que otras cosas se han quedado en casa, alucinadas.
Las toallas-bayeta nuevitas a estrenar y con etiqueta no consiguen entender cómo me he podido marchar a la playa sin ellas. No me lo van a perdonar jamás. Lo mismo debe pensar el bikini “definitivo”, ese que no me hizo llorar en el probador y que se ha debido quedar en el tambor de la lavadora.

Menos mal que suelo viajar a sitios donde todo es reparable -aunque me salga carísimo-. No quiero ni pensar despertarme en plena selva y descubrir que me voy a tenerme que pasar 10 días sin lavarme los dientes.
Bueno, un poco de vergüenza si que paso cuando entran en juego los equipajes de las criaturitas. Cuando me llaman del campamento y me dicen que la niña ha ido sin cepillo de dientes y sin deportivas y que le han tenido que ir a comprar unas paso apuro.

Acabo de instalarme. Este verano sólo me he dejado el neceser entero –y eso que estuve preparándolo una semana decidida a llevarme hasta el desmaquillante de ojos y las sales de baño-. Que no cunda el pánico… mañana voy al súper y hago acopio de lo básico. Empiezo a colgar la ropa de las perchas y me sabe a poco… creo que me he quedado corta. Mucho. Ni una Rebequita para cuando refresca, ni las mallas para salir a correr, ni las zapatillas… con lo running-motivada que venía yo este año. Bueno, igual ha sido mi subconsciente, tampoco me importa tanto.

El año pasado hice una fotografía de la ropa que me había puesto durante los quince días de playa. Más o menos, un 23% de lo que me llevé. Es eso lo que me ha llevado al desastroso desenlace de éste. Y menos mal que estoy de alquiler con lavadora y puedo poner dos coladas al día, que si estuviera de hotel… 

A la hora de meterme en la cama descubro que no tengo pijama. Tampoco pasa nada. Siempre me consuelo pensando que no me he dejado las pastillas “de receta” y que eso sí que sería grave.


domingo, 7 de agosto de 2016

SOY UNA SELLAHOLIC

O como se diga, que acabo de descubrir wallapop y estoy enganchada a vender. A vender, y a ir por la casa con el móvil en función cámara fotografiando todo lo que me parece vendible –y hasta lo que no-. A vaciar el armario cada dos días por si me he dejado algo y a hacer análisis de mercado estudiando en la web prendas u objetos similares que se han vendido y a qué precios.

El primer día tuve la suerte del principiante. Colgué una mesa supletoria baja del salón que no me terminaba de convencer y unos vaqueros de chico procedentes de un bolsón de basura de los de tamaño Comunidad que un amigo pensaba tirar cuando se mudó de casa.
Como una trapera. Que los vecinos me miraban raro en la calle. Esa misma tarde, mientras un señor de Aranjuez cargaba en su coche la mesa, un chico de Guadalix se intentaba probar in situ los pantalones.
Subí a casa con 80 euros en metálico y se despertó en mí el monstruo del espíritu comercial.


Voy más allá. Decido pasar de las blusas de Zara y los zapatos de Mango y vender mantelerías, juegos de café, enciclopedias, vajillas… ¡y cuadros!
Con tal de no tener que bajar al trastero y desempolvar el black & decker para colgarlos después del cambio de aire que le di al salón el año pasado…
Me quedo con tres obras que pueden subir de precio en un futuro después de googlear a los autores cual especuladora de arte profesional-, los guardo debajo de la cama y fotografío los demás.
Qué fácil es esto. En tres segundos y cuatro movimientos de pulgar mis cosas aparecen flotando la web como por arte de magia.
Navego un rato –sin ánimo de comprar, cuidado- y descubro que el libro Celia en la Revolución se vende a 500 euros. Los nervios que experimento mientras lo busco en la balda “joyas del pasado” de la estantería del cuarto de estar son de lexatín y medio. ¡Lo tengo! Resulta que a los pocos días de ponerse en venta en el año 1987 se retiró de las librerías por mandato de los herederos de Elena Fortún -o culebrón similar- y es una pieza única.

Me meto en la cama con una leve sombra entre ceja y ceja… ¿Tendré que declarar a Hacienda los 15 euros que me dieron ayer por una americana de H&M del año pasado? Que yo soy muy legal… y esas cosas me quitan el sueño.

Me he vuelto más lista y ahorrativa. Ahora, cuando veo algo que me gusta en una tienda, lo busco en wallapop por si alguien se la ha comprado, ya se ha arrepentido y lo vende a mitad de precio. Alguna cosa he encontrado. Pero ahí me controlo, eh. Que se trata de obtener ingresos extra y no de fundirme los ahorros.